Publicado: 12.01.2018
Las noches son cortas, el paisaje es maravilloso, la comida abundante y una vez al día se puede bajar del tren en una corta parada, incluso a -18 grados.
El segundo día, Bernise se unió a mí cuando estaba sentado en una de las salas de descanso con mi laptop. Ya en el primer día, ella me había tocado y dijo 'Me diste la sopa en el hotel.'. Hablamos un poco sobre su viaje y su vida, y sobre mi viaje. Más tarde, me regaló una bufanda de seda, porque quería darme algo que me recordara a ella y a Canadá.
Al final, son precisamente esos encuentros y historias los que hacen un viaje. Cuando recuerdo el viaje en tren, pienso en las personas. En Marianne, que nació cerca de Gdansk y que aún hablaba bastante bien alemán. Me dio su tarjeta de presentación y dijo que pasara a tomar té si estaba cerca. O en Matt y su tío de Toronto, con quienes debo ponerme en contacto cuando esté de vuelta en la ciudad. El tío Joe sospecha que nada es real y que vivimos en una especie de matriz. Así que a veces uno se queda conversando hasta la una de la mañana. Y luego estaba Steven, el inglés que ama las antigüedades y las iglesias, viaja mucho y escribe cartas.
Probé bisonte por primera vez, no me perdí ningún postre, aprendí sobre castores, osos y alces, crucé cinco provincias y tres zonas horarias.
Y con 17 horas de retraso, finalmente se escuchó: ¡Hola Vancouver! ¡Hola costa oeste! ¡Hola lluvia!