Publicado: 26.11.2019
Ahora parece que ha pasado una eternidad desde que dejamos el caluroso Dubai y estamos de camino en Alemania. A diferencia de nuestro viaje anterior, no llamamos la atención: no somos turistas, no destacamos entre la multitud, hablamos el idioma y conocemos el lugar. Pero tampoco vivimos aquí. No tenemos un hogar donde nuestro sofá nos espere. Y nuestras ropas cuelgan en el armario. Aún llevamos nuestras mochilas y utilizamos las toallas de otras personas. Porque somos invitados. Y eso nos afecta.
Nosotros mismos siempre mantuvimos nuestra casa en Valais abierta para familiares, amigos y a veces también extraños. Para nosotros era un placer abrir el apartamento a otros y ofrecerles así un cambio de la rutina diaria. Llenamos el frigorífico, cancelamos citas y a veces incluso ya preparamos la ropa de cama antes de que llegaran nuestros invitados. Nos reservamos tiempo para los demás. A veces era estresante querer ofrecer algo y tener que dejar la casa limpia antes. Pero al mirar atrás, siempre fueron momentos muy intensos y hermosos, en los que uno llega a conocerse mejor y se crean recuerdos que aún parecen tan frescos hoy. Esperamos haber sido más o menos buenos anfitriones. Ahora estamos del otro lado y tratamos de ser invitados.
A veces eso es como caminar por una cuerda floja. Un cable del que puedes caerte por ambos lados. Afortunadamente, no muy profundo.
Por un lado, como invitados queremos expresar nuestra gratitud y no poner los pies descalzos sobre la mesa del salón como en casa (nunca haríamos eso). Aunque como anfitriones se espera mencionar que el invitado puede servirse del frigorífico, el visitante educadamente no sigue esta instrucción y pregunta antes de servirse un poco de leche. La relación entre el invitado y el anfitrión está marcada por meteduras de pata, normas culturales y formalidades, y a veces un sorbo de leche significa mucho. Sin embargo, los invitados insensibles que se comportan como si estuvieran en casa, donde nadie está mirando, son simplemente incómodos.
Por otro lado, no queremos ser invitados rígidos. Lo hemos vivido: nada es peor para el anfitrión que los invitados sin experiencia. Personas que no están acostumbradas a recibir hospitalidad y que se encogen. Que no dicen que todavía quieren una toalla o que el Internet no funciona. O que se apartan para no molestar la privacidad de los anfitriones. Este comportamiento no le hace bien a nadie: ni al visitante ni al propietario de la casa, que solo quiere que todos estén satisfechos.
¿Cómo se debe comportar uno entonces? ¿Cómo dejas que tus hijos jueguen con otros, cuántas veces pasas la noche entera juntos y cuándo dices que estás cansado? ¿Lavas los platos o eso heriría los sentimientos de la meticulosa ama de casa? ¿Cómo actuar si los anfitriones discuten y qué hacer si el niño vomita en la cama ajena a mitad de la noche?
Todo esto hemos tenido la oportunidad de practicar en las últimas semanas. Hemos estado de visita en casas de extraños y de amigos. Ha sido bonito estar tan cerca y estamos realmente agradecidos de que tantas personas estén dispuestas a abrir sus casas para nosotros. En algunos lugares solo estuvimos un corto tiempo, en otros dormimos y en otros más tuvimos la oportunidad de vivir con ellos. Con todos compartimos un trecho del camino y estamos agradecidos por ello.
Todos estos cambios, esta cercanía a veces involuntaria, requieren de ambas partes en realidad 3 características importantes:
Coraje.
Confianza.
Capacidad de adaptación.
Se necesita muchísimo coraje para dejar entrar a una persona en tu casa. Y también para lanzarse a ser un invitado. Quien está en casa de alguien, percibe mucho: incluso cosas que preferiría esconder.
Pero también se necesita confianza. Tal vez nuestra forma ingenua y positiva de abordar las cosas nos ayude en esto. Intentamos pensar lo mejor de las personas (bueno, tal vez suene un poco pretencioso) y también partimos del hecho de que nos tratarán con benevolencia. Con esta actitud se hace más fácil encontrarse abiertamente con los demás y moverse naturalmente y sin miedo fuera de su zona de confort. “Todo saldrá bien” (como se dice en Suiza) y eso significa para nosotros tener confianza en la nueva y desconocida situación.
Sin embargo, cualquiera que haya vivido en un piso compartido sabe que vivir juntos en un espacio reducido implica muchos compromisos. Cuanto más flexibles seamos, más relajados pareceremos. No siempre nos resulta fácil. Con niños, menos aún. Cuando tenemos en cuenta sus (supuestas) necesidades, a veces somos un poco restrictivos y decimos que no a propuestas o no podemos adaptarnos al ritmo de nuestros anfitriones. Pero se trata de más que de hábitos de desayuno o horarios de ducha. ¿Pienso que la vida solo puede vivirse de la manera en que lo hago yo o permito a los demás y a mí mismo también actuar de manera diferente?
A veces parece demasiado agotador. ¿Por qué entrar en la vida de otro y a la vez desafiarnos constantemente a nosotros mismos? ¿Por qué equilibrarnos en una cuerda floja cuando podríamos acomodarnos en el seguro césped? Porque vale la pena el salto a la cuerda. Quien se atreve puede experimentar encuentros profundos y duraderos. Puede percibirse a sí mismo de manera completamente nueva y vivir la relación en acción. La interrupción de la rutina, la festividad y exclusividad que a veces trae la visita de un invitado, es una oportunidad para detenerse en el tedio y dar espacio a pensamientos que perduran y transforman.
La semana pasada nos alojamos con una familia que en realidad no conocíamos. Aunque se mostraron super descomplicados y tenían muchas cosas en común con nosotros, nos sentimos fuera de lugar en su enorme casa nueva. Pero cuando nuestros anfitriones se tomaron su tiempo por la noche para charlar con nosotros, esa sensación desapareció. Discutimos, charlamos y filosofamos hasta altas horas de la noche, noche tras noche. Esos momentos en los que el tiempo se detiene y la rutina se desdibuja en el fondo, no son planificables y no pueden ser forzados. Pero valen la pena.