Publicado: 22.04.2017
En cuanto entro al cementerio de Varsovia, me siento atrapado en la energía única del entorno. Debería ser un cementerio como cualquier otro, pero la atmósfera es especial. En los primeros minutos me muevo con la multitud del grupo por el camino de adoquines, y la visita al cementerio transcurre como cualquier otra ordinaria en cualquier otra ciudad extranjera.
Se torna diferente una vez que me muevo en la misma dirección durante unos minutos. El camino se vuelve más angosto y desigual, la vegetación a mi alrededor se espesa y la sensación especial se intensifica. Pronto, parece más un bosque en cuyo centro se encuentran tumbas. Esto le otorga a toda la escena una aura irreal, quizás porque el área del cementerio es tan extensa que ya no veo el límite con la vida cotidiana normal de la ciudad. Me sumerjo con el grupo en el cementerio hasta que ya no escucho el ruido frenético del centro de Varsovia.
Mi momento culminante personal es en lo profundo de la maleza del lugar, donde el límite entre el bosque y el cementerio es más difuso, cuando miro hacia abajo desde un punto elevado hacia las lápidas. La primera imagen que me viene a la mente es la del monumento conmemorativo del Holocausto en Berlín. Tomo una foto y vuelvo a escalar por las lápidas apiladas, agachándome bajo las raíces y las ramas bajas a través de la maleza hasta los adoquines y me dirijo hacia afuera hacia el bullicioso centro de Varsovia.
Por Micha Schächter y Alessandra Guggenheim