Cuando empezamos a tener un poco de frío, aún faltaba una hora para que el taxista viniera a recogernos. Y como no había un lugar donde sentarse a calentarse, caminamos por la única carretera que salía del pueblo, y así nos dirigimos hacia nuestro esperanzador regreso con el taxista.
Sentimos que estuvimos eternamente en esta carretera helada, rodeados de caballos salvajes, el murmullo de un arroyo y las llamadas del altavoz de la mezquita del pueblo.
Y aunque casi todos los 8 viejos cacharros que pasaron a nuestro lado se detuvieron y nos ofrecieron montarnos, agradecimos y seguimos caminando, confiando en nuestro taxista y su cómodo, calentado y casi nuevo coche.
Sin embargo, justo unos minutos antes de la hora acordada de recogida, nos encontramos de frente con una veloz familiar plateada, que hizo casi un derrape al girar para llevarnos de regreso a Karakol.
Y esto es exactamente lo que hemos notado tantas veces en Kirguistán: la gente es increíblemente servicial, confiable y amable. Se alegran de que queramos conocer su país y intentan comunicarse con nosotros, aunque no hablemos ruso y ellos no hablen alemán. Y si han estado en Alemania, lo cuentan con orgullo. Ya sea por trabajo en Fráncfort o como soldados en Potsdam, Magdeburgo y Dresde.